El curioso nombre de esta pieza le viene por la colorida variedad de las gemas empleadas para su elaboración, con una impronta muy característica de Cartier en esa época y que se ha trasladado hasta nuestros días: Rubíes, esmeraldas y zafiros de corte mogol, a los que se añaden esmalte y diamantes (VS-SI; F-I) en tallas antigua y europea.
"Las joyas Tutti frutti siempre han tenido un atractivo especial para los coleccionistas" asegura la directora de la subasta, Catharine Becket, que además ha pasado los últimos cinco años intentando hacerse con esta pieza en concreto.
La clienta finalmente accedió a deshacerse de la pieza a finales del año pasado después de haberla heredado varios años atrás y usarla “sólo una vez”. Seguramente una decisión acertada y que pone de manifiesto que la joyería imperecedera no entiende de virus.