Resulta innegable que uno de los pilares para el futuro y el desarrollo económico de un país es el conocimiento técnico que atesoran sus profesionales. La teoría es imprescindible —hoy más que nunca—, y las aulas están llenas de jóvenes y de desempleados que intentan reciclarse para ampliar sus posibilidades de acceso al raquítico mercado de trabajo actual.
Sin embargo, en muchos casos el conocimiento técnico ha perdido la carrera frente a la teoría. El despegue de la economía española provocó la aparición de dos fenómenos claramente diferenciados. Por un lado, la veneración de las titulaciones universitarias casi como si se trataran de las sagradas escrituras. Y, por el otro, la aparición de una pléyade de jóvenes de formación elemental, seducidos por los rápidos beneficios de trabajos generalistas no especializados.Y entre ambos extremos quedó, cada vez más enjuta, la formación profesional.
Luego llegó la crisis y los aires de austeridad procedentes de Europa congelaron cualquier esperanza de inversión en mejorar la formación de quienes llevan años a la espera de un empleo. Y el poco aprecio que aún quedaba por esa formación se fue extraviando en la escasez de ayudas a las políticas públicas de empleo. Unos fondos públicos que, casualmente, ahora afloran a diario en los sumarios de los juicios por corrupción política.
Ahora que Europa parece estar más convencida de que el ‘austericidio’ es un callejón sin salida, ¿porqué no se dedica dinero público a que los mayores transmitan a los jóvenes su experiencia? De esa forma se lograría empleo para quienes más difícil lo tienen en el mercado laboral por su edad y, al mismo tiempo, una formación útil y práctica para los más jóvenes. Y lo más importante, lograríamos el mantenimiento y la transmisión de ese conocimiento a largo plazo, que es la cuestión de fondo.
Que les sea útil. Ese es nuestro mayor interés.
